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25.10.09

LAS ROGATIVAS Y LAS TEMPORAS

Las Rogativas (del latín rogare, rogar) o Letanías (del griego litaneia, súplica u oración), son oraciones solemnes instituidas por la Iglesia para ser rezadas o cantadas en ciertas procesiones públicas y para determinadas y extraordinarias necesidades. Entre estas celebraciones que tienen lugar en diversos tiempos determinados, es preciso señalar las Letanías mayores (25 de abril, fiesta de San Marcos), las Letanías menores o Rogativas (triduo que antecede a la Ascensión) y las Cuatro Témporas.
El Papa y los Obispos pueden prescribirlas a los fieles en las calamidades y necesidades públicas, pero entonces figuran como actos extralitúrgicos. Los calificativos de mayores y menores sólo sirven para distinguir unas de otras. La Iglesia en diversos tiempos del año, de acuerdo con las enseñanzas tradicionales, completa la formación de los fieles mediante ejercicios de piedad espirituales y corporales: la instrucción, la plegaria, la penitencia y las obras de misericordia (SC, 105).
Las llamadas Letanías mayores han sido suprimidas, porque tenían su origen en un rito estrictamente local de la Iglesia romana; con la institución de esta procesión, los Papas querían sustituir, de hecho, con un rito cristiano, una antigua costumbre heredada de los cultos paganos.
Las Rogativas, instituidas en la Galia por san Mamerto, Obispo de Viena, hacia el 475, tenían su origen en las plegarias públicas elevadas a Dios, juntamente con el ayuno, para alejar las calamidades. Se convirtieron después en procesiones lustrales del tiempo de primavera, para obtener del Señor que se dignase dar y conservar los frutos de la tierra.
Es evidente, por tanto que las Rogativas no pueden celebrarse los mismos días en cualquier lugar, y que no pueden tener el mismo significado o la misma importancia en la ciudad o en el campo; por eso se pide a las Conferencias Episcopales que regulen su celebración.
Las cuatro Témporas
Las cuatro Témporas del año son los días en que la Iglesia oraba insistentemente a Dios dándole gracias y pidiéndole por las varias necesida­des de la humanidad, por los frutos del campo y el trabajo de los hombres. Al comienzo de las cuatro estaciones (de ahí las «cuatro Témporas» o tiempos), se dedicaban los tres días más penitenciales de la semana, miérco­les, viernes y sábado, al ayuno y a la oración, con esas intenciones. Parece una institución de origen claramente romano, tal vez ya desde el siglo V, en conexión con la vida agrícola y el ritmo de las estaciones del año. Caían en la primera semana de Cuaresma, la semana siguiente a Pentecostés, los días siguientes al catorce de septiembre (Exaltación de la cruz) y en Adviento.
En la última reforma del Calendario se ha dejado que cada Conferencia Episcopal, si le parece oportuno, adapte fechas y contenidos de estas Témporas a las circunstancias del propio pueblo (NU 45-47). El Episcopado español decidió que se celebrasen estos días de acción de gracias y de petición el cinco de octubre, al inicio de las nuevas actividades escolares y sociales después del verano y de las cosechas. Se pueden celebrar en un solo día o en tres días. Si el cinco de octubre cae en domingo se pasaría al lunes. Tienen su formulario en las misas por diversas necesidades, escogiéndose la que se vea más oportuna.
Esa también evidente que, dependiendo del lugar del planeta, habrá unas fechas más oportunas que otras.

4.10.09

LA NARRACIÓN DE LA INSTITUCIÓN Y LA CONSAGRACIÓN

El momento culminante del sacrificio eucarístico, el más sagrado, es la parte de la Plegaria eucarística en la cual se narra la institución y se consagra. En estos momentos es bueno que el celebrante tenga presentes estas palabras de Juan Pablo II: “El culto eucarístico madura y crece cuando las palabras de la Plegaria eucarística, y espe­cialmente las de la Consagración, son pronunciadas con humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta y digna, como corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la liturgia eucarística es realizado sin prisas; cuando nos com­promete a un recogimiento tal y a una devoción tal, que los participantes advierten la grandeza del misterio que se realiza y lo manifiestan con su comportamiento''.
El pueblo, si no se ha arrodillado después del Sanctus o en la epíclesis, estará de rodillas, a no ser que lo impida la estrechez del lugar o la aglomeración de la concurrencia o cualquier otra causa razonable.
Consagración del pan
Después de la epíclesis, momento en que se pueden tocar brevemente las campanillas, el celebrante junta las manos. Toma una forma grande en sus manos en las palabras “tomó pan” con el dedo índi­ce y pulgar de cada mano, o con otros dedos si la forma es muy grande. No toma con las manos la patena o el copón. Tampoco parte o des­menuza el pan en las palabras “lo partió”.
Se inclina ligeramente hacia adelante mientras dice las palabras de la Consagración que han de pronunciarse con claridad, como requiere la natu­raleza de éstas: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros”. Si conoce las palabras de la Consa­gración de memoria –como es normal– puede mirar al pan, y no hacia el libro o bien hacia el pueblo. Puede bajar la voz ligeramente así como el ritmo de las pala­bras, para que tanto él mismo como el pueblo sean atraídos por la acción sublime de Cristo en su Iglesia.
La elevación de la Hostia debe ser un mostrar el Cuerpo de Cristo al pueblo de manera respetuosa y con pausa. Después de decir las pala­bras de la Consagración, el celebrante permanece de pie, erguido, manteniendo aún la Hostia, que reverentemente levanta sobre el corporal. Es preferible elevar la Hostia al menos hasta la altura de los ojos, donde se oculta la cara del celebrante. La acción es más significativa si levanta más la Hostia sin estirarse.
Cuando sostiene la Hostia con los dedos índice y pulgar de ambas manos, los otros dedos deben permanecer juntos y doblados, en cualquier caso procurando no tapar la Hostia a la vista del pueblo. Es preferible una vez elevada parar un momento y luego bajar la Hostia lentamente y con reverencia hacia la patena. Luego, poniendo ambas manos en el corporal, hace una genuflexión adorándolo, sin prisa y sin inclinar la cabeza.
Consagración del vino
El celebrante quita la palia, a no ser que el diácono o el acólito la hayan quitado durante la epíclesis. En las palabras “tomó este cáliz glorioso” o sus equivalentes en las distintas Plegarias eucarísticas, toma el cáliz, preferiblemente cogiendo el nudo con la mano derecha y sosteniendo la base con la mano izquierda, manteniéndolo recto –no inclinado hacia él– lo levanta un poco sobre la superficie del altar, y luego se incli­na mientras dice de forma distinta las palabras de la Consagración. Ya que se inclina ligeramente, con naturalidad, dirige su mirada al cáliz, no hacia el libro, mientras dice: “Tomad y bebed... Haced esto en con­memoración mía” manteniendo el mismo tono de voz y ritmo de las palabras que en la Consagración del pan.
Estando erguido, eleva el cáliz con cuidado, con ambas manos, por encima del corporal. Es preferible levantar la base del cáliz hasta la altura de los ojos, o más alto. Se detiene un momento antes de bajar el cáliz despacio y con reverencia al corporal. Luego, pone ambas manos en el corporal y hace una genuflexión en adoración, sin prisa y sin inclinar la cabeza, tal como hizo con el Pan. Si se usa palia, la coloca sobre el cáliz antes de hacer la genuflexión. El sacerdote puede decir mentalmente una oración de adoración en las elevaciones, pero nunca de forma audible. En cada elevación puede tocarse la campanilla, de acuerdo con la costumbre local. Si se utiliza incienso, se inciensa la Hostia y la Preciosa Sangre en cada elevación por un turiferario que, de rodillas y delante del altar, da tres golpes dobles en los momentos de mostrar al pueblo las divinas especies.